Aquella mañana de frío espejo, cuando apenas la luz permitía ver más allá de los primeros tejados, descalzo sobre la alfombra tejida del mar, me detuve un instante frente a la ventana del jardín desierto. Al acercarme al cristal, pude ver pequeños destellos fuera. El gris dueño de las primeras luces, contrastaba con la escarcha y el vaho de mi respiración dibujaba líquidas formas sobre el cristal que, como en el despertar de un sueño, se diluyen, uniéndose unas gotas a otras. Escuchando en el silencio de esas tempranas horas, se oían ya, transportadas por el viento, las primeras aladas notas de la pequeña colirroja (Phoenicurus ochruros).
Fue entonces cuando el presagio anhelo del blanco se hizo presente. Caprichosos tras el telón fondo gris, aparecieron, empujados por un ondulante viento, unos copos de nieve. En ocasiones, con cierto desencanto, te das cuenta que no son más que pequeños plumones blancos. Me apresuré a comprobarlo abriendo la ventana. Un aire frío chocó contra mi cara y el viento, susurrante, tenía algo de apacible, lo que hacía pensar que quizá fuera posible que nevara. Detuve un instante mi mirada en lo alto, y pude ver como del oscuro gris, surgían cristalizadas lágrimas blancas. Como delicadas pompas de jabón, los finos copos surgían en diferentes e impredecibles direcciones. Me dije: –ve a dar un paseo.
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