Volver a la poesía en invierno y no asomarse a la ventana entreabierta que dejó el poeta suizo Robert Walser, sería un acto ajeno a la propia Naturaleza. Esa ventana de finos cristales, la que da de lleno al próximo bosque, ahora está nevado el paisaje, los árboles, el camino. Aún pueden verse las huellas de su último paseo. Por ello, esta mañana en la que el frío es más dulce y el cielo se cierne de luz que presagia el blanco deseo de la nieve, no he podido por menos, que volver a leer y sentir este bello escrito de mi querido poeta Robert Walser y que aquí hoy os dejo.
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POÉTICA DE INVIERNO
“En verano no escribí nunca un poema. La floración y el resplandor me resultaban demasiado sensuales. En verano me ponía triste. Con el otoño se instalaba una melodía en el mundo. Me enamoraba de la niebla, de la oscuridad, que cada vez comenzaba antes, del frío. La nieve me parecía divina, pero más hermosas y divinas me resultaban las oscuras y cálidas tormentas salvajes de la primavera precoz. Durante el frío invierno, relucían y titilaban los atardeceres fascinantes. Los sonidos me hechizaban, los colores hablaban conmigo. Huelga decir que vivía inmensamente solo. La soledad era la novia a la que yo rendía homenaje, la compañera que prefería, la conversación que amaba, la belleza que disfrutaba, la sociedad en que vivía. Para mí no había nada más natural ni amistoso. Yo era un criado generalmente sin empleo fijo. Era lo que me convenía. ¡Ah, la deliciosa y ensoñadora melancolía, el dulce temor, la hermosa y celestial desgana, la afable tristeza, la encantadora austeridad! Amaba los suburbios con sus aisladas figuras de obreros. Los campos nevados se me dirigían confidencialmente… ¡Me parecía que la luna derramaba lágrimas sobre la nieve fantasmagóricamente blanca: las estrellas! Era magnífico. Yo era tan principescamente pobre y tan majestuosamente libre… En las noches de invierno, de madrugada casi, me ponía en la ventana abierta y dejaba que el rostro y el pecho cubierto apenas con el pijama respiraran su gélido aliento. Y entonces tenía la extraña sensación de que todo ardía a mi alrededor. Habitualmente, en aquella remota habitación en que vivía, me postraba de rodillas y pedía a Dios por un verso bonito. Después salía por la puerta y me perdía en la naturaleza”.
Robert Walser
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