Sobre mi mesa azul quedan las migas de pan de un bocadillo. La cena. Las recojo con mi mano y las esparzo de nuevo y las miro pensando lo insignificantes que son las pobrecillas. Los gorrioncillos lo saben bien y por ello acuden donde juegan los niños. De sus meriendas, de sus alegrías y saltos, van soltándose como pequeñas estrellas de trigo. Que ricas y como nos alimentan las migas de cuanto parece que a nadie le sirve. Me recuerda las migas de pan a las hojas. Palabras como yerbas escritas aquellas del pobre sabio de Calderón de la Barca. Llevo todo el día pensando en el pan que alimenta. Ay, cuando el hambre aprieta, el pan, incluso duro... De pequeño las mujeres de mi casa, me enseñaron que si el pan se cae al suelo, se recoge se sopla y besa y se devuelve a la mesa. No puedo quitarme de la cabeza el pan del bocadillo. Un insignificante bocadillo. No me gustan los bocadillos olvidados o tirados. Ayer me dieron unos bocadillos que unos niños no comieron. Estoy convencido de que es pecado tirar alimentos con el hambre que hay en el mundo. No pienso hacerlo. Mañana, con la luz del nuevo día, llevaré aquellos bocadillos que las buenas manos me entregaron, para que alimenten algo a alguien necesitado. Una vez leí que en algunas ciudades europeas habían desaparecido los gorriones. Achacaban el hecho en parte al cambio de hábitos de los niños. Las meriendas, parece que ya no las comen en los parques. En una de estas bellas ciudades, por más que miré no pude ver una de estas familiares aladas.
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